lunes, 28 de diciembre de 2009
DINOSAURIOS Y ESPEJOS por Ray Bradbury
Debes tener curiosidad en saber cómo fue que me enamoré de los libros. Recuerda esto: el amor es el centro de tu vida. Las cosas que haces, deben ser cosas que amas. Y las cosas que amas deben ser las cosas que haces. Eso lo aprendes de los libros. Aprendí a leer cuando tenía tres años, me encantaban las tiras cómicas, los dibujos animados los domingos; tuve un libro de cuentos cuando tenía cinco años y me enamoró leer todas esas historias maravillosas como La bella y la bestia, Juanito y los frijoles mágicos. Y así empecé con la imaginación. Cuando tenía tres años vi mi primera película y me enamoré de las imágenes en movimiento: El jorobado de Notre Dame; anhelaba crecer para ser un jorobado. A los cinco años vi El fantasma de la ópera con Lon Chaney, quedé embobado. Vi una película de dinosaurios y los dinosaurios llenaron mi vida. Y entonces, a la edad de seis años comencé a leer sobre los dinosaurios.
Las librerías son personas, no libros. Cada vez que abres un libro, la persona salta afuera y se convierte en ti. Miras a Charles Dickens, y tú eres Charles Dickens, y él eres tú. Así que vas a la biblioteca y sacas un libro del estante y lo abres, ¿y que estás buscando? Un espejo. De improvisto hay un espejo ahí y puedes verte a ti mismo, pero tu nombre ahora es Charles Dickens. Eso es una biblioteca. Así que encuentras al autor que pueda guiarte en la oscuridad. Shakespeare comenzó conmigo, con Hamlet y Ricardo III. Y Emily Dickinson me condujo después, y Édgar Allan Poe dijo, “Por aquí, aquí está la luz.” Así que vas a la biblioteca y te descubres a ti mismo. No teníamos dinero. Yo no podía ir a la universidad y lo mejor que ocurrió fue que fui a la biblioteca. La biblioteca educa. Los profesores inspiran, pero la biblioteca satisface.
En una buena biblioteca cuando abres un buen libro huele a polvo. El polvo del tiempo. Polvo egipcio. El polvo de todos lo lugares del mundo que sopló el viento. Cuando tomas un libro puedes aspirar y oler el antiguo Egipto y todos los amores y la vida, toda la gente que vivió allí, todas las mujeres hermosas, y los valientes guerreros, todos están ahí. Y el libro tiene el aroma de esa gente, y de esas tierras maravillosas.
Deberíamos aprender de la historia respecto a la destrucción de los libros. Cuando yo tenía quince años, Hitler quemó libros en las calles de Berlín. Y eso me aterrorizó, porque yo era una persona de biblioteca y él estaba metiéndose con mi vida: todas esas grandes obras, toda esa poesía, todos esos maravillosos ensayos, todos esos grandes filósofos. Se volvió algo personal. Entonces descubrí que en Rusia se quemaban libros fuera de escena. Lo hacían de tal manera que la gente no se enteraba. Mataban a los autores tras bambalinas. Quemaban los autores en vez de los libros. Así aprendí cuán peligroso era todo aquello, porque sin libros y la habilidad de leer no podrías ser parte de civilización alguna. No podrías ser parte de una democracia. Líderes de muchos países temen a los libros porque los libros enseñan cosas que ellos no desean que sean enseñadas. Y bueno si tú sabes como leer, tienes una educación completa sobre la vida. Sabes cómo votar en una democracia. Pero si no sabes como leer, no sabes cómo decidir. Lo grande de nuestro país es que somos una democracia de lectores, y deberíamos seguir así.
Publiqué la primera versión de Farenheit, El bombero, en una revista de ciencia ficción, Galaxy, en febrero de 1951. Y vino Ballantine (el editor) y leyeron mi novela corta de veinticinco mil palabras y me preguntaron: “¿Puedes alargarla?, ¿puedes escribir otras veinticinco mil palabras?, publicaremos la novela completa y tienes que encontrarle un título porque no es El Bombero.” Llamé al departamento de química de la Universidad de California y no sabían, llamé a otra universidad y tampoco. Y llamé al jefe de bomberos. “¿podría decirme a qué temperatura los libros arden y se queman?” Dijo, “espere, ya vuelvo”. Volvió y me dijo “el papel de los libros arde y se quema a los 451grados Fahrenheit”. “Eso es bueno”, le dije.
Me trasladé a Los Ángeles, con mi familia. Pero no tenía dinero para una oficina. Estaba merodeando por la biblioteca de la Universidad de California y oí tipear en el subterráneo. Bajé y había una habitación con doce máquinas de escribir. Pude rentar una máquina por diez centavos la media hora. No me importaba estar rodeado de estudiantes. Gastaba nueve o diez dólares y escribí Fahrenheit 451. Lo excitante de todo eso era subir y bajar escaleras, tomando libros y llevándolos abajo donde estaba mi máquina de escribir, abrirlos y encontrar una cita que podía poner en el libro para que Montag la leyera.
Dejé que los personajes vinieran a mí. Montag vino y dijo, “¿Sabes totalmente quién soy?” “No”, le dije, “cuéntame”. Y el jefe de bomberos vino a mí y me relató su vida previa. Le pregunté, “¿por qué quemas libros?” Y me lo dijo. Clarisse McClellan vino, era una chica de 16 años, que amaba los libros, y las bibliotecas y la vida. Y me contó más acerca de sí misma. Y Fabers vino, era un filósofo; él escribió el libro. Como ves todos mis personajes escriben el libro.
Una vez salía de un restaurante cuando tenía treinta años, iba caminando por el Wilshire Boulevard con un amigo, un coche de la policía se detuvo y el policía se bajó “Que están haciendo”, nos preguntó. “Poner un pie delante del otro”, le dije. Fue la respuesta incorrecta. Pero él siguió, “mire en esa dirección y en la otra; no hay peatones”. Y el peatón se transformó en Montag. Por lo que el oficial de policía es responsable de Fahrenheit 451.
FRAGMENTO TOMADO DEL SUMPLEMENTO Visor, domingo 1 de noviembre de 2009. FIL 2009. TRANSCRIPCIÓN DEL VIDEO REALIZADO POR EL National Endowment for the Arts PARA PROMOCIONAR The Big Read, CAMPAÑA A FAVOR DEL LIBRO Y LA LECTURA. Traducción: Elisa Montesinos.
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